Alegato de defensa de una madre muerta
Veintidós de diciembre de dos mil siete. Jamás podre olvidar esa fecha. Ese día mi mundo se vino abajo. ¿Cómo? ¿Por qué? No tendría que haber pasado, debía ser un error, un mal sueño, no era posible que eso me hubiera ocurrido a mí.
Pero pasó; mi niño, mi único hijo había muerto. Aun hoy me pregunto qué hice para que ocurriera, porque quisieron castigarme de esa manera.
Mi pequeño era un adolescente normal, con sus amigos, sus estudios, su novia y su familia. No debería haber muerto…no de esa manera.
Todo comenzó un año atrás. Se quejaba de fuertes dolores en la rodilla, ciertamente era el único defecto que tenia, o al menos el único que yo veía. Tras muchos meses de pruebas decidieron operarle, era una operación sencilla no debía tener complicaciones y cierto es que no las hubo, durante la operación al menos no, pero tras ella…
Todo se complicó, si al menos le hubieran puesto las inyecciones. Sólo eso!!! Mi hijo se podría haber salvado con un pinchazo diario. Pero no se lo pusieron, dijeron que no era necesario, que solo debía hacer los ejercicios que le habían mandado y los hizo…vaya si los hizo. Pero no sirvieron de nada. Un mes más tarde mi hijo muró de un infarto al corazón.
Seguramente os preguntareis el motivo por el cual relaciono el infarto de mi hijo con la operación de rodilla, la solución es muy sencilla. Por la inmovilización a mi pequeño se le formó un trombo en la vena femoral, si habéis oído bien, un coagulo de sangre le obstruyó la vena y un trocito de ese coagulo se desprendió hasta llegar directamente a su corazón. Murió en el acto.
El informe médico de su autopsia indica claramente que si se le hubiera puesto la inyección jamás se le habría formado el trombo.
Cuando conseguí recuperarme del shock que su muerte me había causado, demandé al médico que le operó pero adivináis que??? Le dieron la razón, a ese bastardo que me había robado lo que más quería en el mundo le indultaron.
Creí enloquecer cuando vi como se había librado, y en cierta forma lo hice. Enloquecí. Decidí que si no iban a aplicarle ningún castigo debía tomarme la justicia por mi mano.
Una noche le esperé en el parking del hospital, llevaba el revólver de mi difunto marido en el bolso, preparado, listo para disparar. Cuando vi al médico, salí del coche, me acerqué a él y sin pensarlo apunté a su corazón. Disparé.
Disparé una, dos, tres veces. Le quería muerto, mi intención era matarle y que nadie pudiera hacer nada por el al igual que nadie pudo hacer nada por mi hijo.
Murió allí mismo, a mis pies. Una máscara de asombro y terror cubría su rostro mientras la vida se alejaba de él.
Si, soy culpable. Culpable de hacer desaparecer de este mundo a un negligente. Culpable de evitar que a otras personas les pueda pasar lo mismo que a mi. Pero soy inocente, solo hice lo que nadie se atrevio. Era lo justo, él me destrozo la vida y yo destrocé la suya.
Así que si he de pasar el resto de mi vida en la cárcel por librar al mundo de un ser así, que así sea. Pero no me arrepiento de hacerlo y si tuviera oportunidad de volver a atrás lo volvería a hacer.